jueves, 17 de julio de 2008

El cofre

1648

Era una canoa larga y esbelta, de aquellas que solían recorrer, tripuladas por diez o quince guaraníes, todo el curso del Uruguay y del Paraná, aventurándose hasta el delta mismo. Sólo que ahora no la ocupaba nadie. Abandonada, a la deriva, ponía en la serenidad del Río de la Plata inesperadas sugestiones de naufragio.
Los dos pescadores, de pie sobre el lomo de los caballos cuyos belfos sobrenadaban el agua indolente, escudriñaban el interior de la barca, más cerca de la costa.
Un movimiento de la corriente hizo virar con blando balanceo la proa erguida, y el sol, al bañar su cóncava superficie, arrancó chispas de un objeto oscuro, metálico, alzado en la proa.
- ¡Un cofre! ¡Un cofre! – gritó Ignacio, el menor de los muchachos y zambulló ágilmente. El otro le siguió. Brillaban los ojos de ambos, pero su luz era distinta. Había entusiasmo, codicia, en los de Ignacio; en los de Miguel, desazón: cada brazada que le acercaba a lo desconocido, añadía a su miedo. Chapaleando las ondas breves, llegaron hasta la canoa. (...)
A costa de mucho brío consiguieron arrastrar la canoa hasta la playa. El cofre empecinado, no les había revelado todavía su secreto. Lo colocaron sobre las toscas y reanudaron la tarea ardua. EL sol brillaba sobre sus espaldas, sobre sus manos sudorosas. Ignacio se había anudado un lienzo a la herida y apretaba los dientes. Nada, nada, la tapa no cedía. Dijérase que los leones y las águilas, acaso repujados por un indio de esas mismas misiones de la Candelaria, de Santa Ana y de Yapeyú que habían recorrido el año anterior, les hacían burla con las fauces grotescas y los picos desmesurados.
- ¡Mejor fuera llevarlo a la cabaña! – dijo Miguel-; allí podremos usar de otros hierros.
El menor aprobó. No fue fácil trabajo el que emprendieron. El arca era pesada y voluminosa. Empujándola lentamente entre los sauces, alcanzaron la base de la barranca. Peor resultó el ascenso. De camino, se asían a las matas, a los troncos de los ceibos y de los espinillos. Bajo la piel dorada, hinchábanse sus músculos tensos. Así escalaron la cumbre de la loma y, exhaustos, se echaron a la sombra del tala que la coronaba.
Frente a ellos, sin una vela, el río se irisaba con los esmaltes transparentes del atardecer. A esa hora única, ya no semajaba una prolongación de la pampa vecina, pues lograba una hermosura que no fincaba en su grandeza desierta sino en el tesoro de tonos que de su entraña subía.
Ignacio no prolongó el reposo. De un salto estuvo en la choza y regresó con un trozo de hierro curvo, para reanudar la lucha con lo desconocido al borde de la barranca. (...)
Nada podía con las cerraduras y con sus refuerzos. Jadeantes bajo las primeras estrellas, sacudían el arca como si fuera la cabezota de un gigante que se niega a comprender.
Ignacio hablaba a borbotones, con un ritmo entrecortado de hombre que se confiesa o que piensa en alta voz. Subía tras ellos la luna inmaculada, y Miguel, clavando en el Jacaranda macizo el puñal mellado, seguía el monólogo de su primo a modo de quien se asoma al abismo entre jirones de niebla. Ahí estaba la fortuna, por fin, y qué fácil, qué fácil... el oro de los jesuitas, tan ansiosamente buscado, venía a buscarles a su turno por obra de encantamiento a bordo de una barca a la deriva... Se irían de allí... serían dos reyes... reyes como los que edificaron la Alambra... Y Antonia – repetía Ignacio- iría con ellos... Tendría cuanto ambicionara... los terciopelos crujientes...los collares... el patio en el cual baila el surtidor sobre los mosaicos...
A Miguel le temblaron las manos y le latieron las sienes. Ya no eran suyas, ya no eran suyas esas ásperas manos de pescador que se aferraban a la daga de ganchos, filosa como una hoz. Eran las manos del hombre que debe matar y matar en seguida, porque todo en él, el cuerpo y el alma, van dirigidos inconteniblemente hacia la oscuridad de un destino de sangre.
Lucharon un instante, como dementes. Apagóse el alboroto de los loros en el ramaje del tala, y de las ranas en las charcas del bajo. Hasta que los dos rodaron por la barranca espinosa, arrastrando en pos el arca enorme. Ignacio, ovillado, llevaba la faca hundida en el corazón, sobre el cual crecía una flor bermeja. Miguel se abrazaba a su primo, cegado por el arañazo de los arbustos. Detrás descendía a los tumbos, entre desprendidas piedras, el cofre de los jesuitas, como un negro jabalí que les fuera persiguiendo.
Cuando llegaron a la playa, el arcón, impulsado por la fuerza de la caída, se estrelló contra el cuerpo de Miguel, destrozándolo.
Así les iluminó el parpadear del amanecer, entre el indiferente charloteo canoro: el menor, de espaldas, más niño con la palidez de la muerte; Miguel, a su lado, echada la greña sobre la faz, una mano lívida sobre el pecho desnudo de Ignacio; el cofre, volcado, desvencijado, abierto por fin, vacío.

Manuel Mujica Lainez, "Aquí vivieron"

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