Una vez había en el sur de Norteamérica, una buena mujer negra, que tenia un solo hijo. Como ella no podía darle nada muy hermoso, quiso darle un buen nombre y por eso le puso Epaminondas, que es el nombre de un general griego.
Epaminondas estaba orgulloso de llamarse así. Todos los días iba a ver a su madrina que vivía muy lejos del pueblo y siempre ella le hacia un regalito.
Un día le dio un riquísimo bizcocho:
- No lo pierdas, Epaminondas -le dijo –llévalo bien apretadito.
- Quédate tranquila madrina, que no lo perderé.
Y apretó tanto el puño que cuando llego a su casa y le ofreció a su madre solo le quedaba dentro de la mano un puñado de migas.
- ¿Qué traes ahí, Hijo mío?
- Un bizcocho, mamita.
- ¡Un bizcocho! ¡Válgale Dios! Pero, ¿qué manera tienes de llevar un bizcocho? ¿Quieres saber cómo se lleva? Lo envuelves muy bien en un papel de seda y después lo colocas en la copa del sombrero; te lo pones, y, muy despacito y derecho, para que no se te caiga, vienes tranquilamente a casa. ¿Has comprendido?
- Sí, mamita –dijo Epaminondas.
Al otro día volvió Epaminondas a casa de su madrina, y ella le regaló pedacito de manteca, buena y fresca, recién hecha.
Epaminondaslo envolvió limpiamente en un papel de seda, lo puso dentro de la copa del sombrero y se puso el sombrero en la cabeza.
Era verano, el sol calentaba mucho y la manteca poco a poco se fue derritiendo y escurriendo por todas partes. Así cuando el niño llegó a la casa de su mamá ya no había manteca dentro del sombrero sino que toda estaba en la cara y la espalda de Epaminondas.
La mamá, al verlo tan churretoso, levantó los brazos al cielo.
- ¡Dios te bendiga hijo mío! ¿que traes ahí, Epaminondas?
- Manteca fresca, mamita.
- ¡¡¡Manteca!!! ¿Pero qué has hecho del buen sentido que yo te he dado al nacer? ¿Qué manera es esa de llevar la manteca? Para llevar una manteca a lo largo del camino debes envolverla en hojas muy frescas ir mojándola en todas las fuentes, así conservará la frescura al llegar a casa, hijo.
Al otro día volvió Epaminondas a casa de su madrina, y ella le regaló un perrito muy lindo.
Epaminondas lo envolvió con mucho cuidado en hojas de parra, bien frescas y a lo largo del camino lo refrescó en todos los arroyos una y otra vez.
- ¡Dios te bendiga hijo mío! ¿qué traes ahí, Epaminondas?
- Un perrito, mamita.
- ¡¡¡Un perrito!!! ¿Pero qué manera es esa de llevar un perrito? Un perro se lleva con una cuerda atada al cuello, y tirando de él con cuidadito para que el animal ande. ¿Has entendido?
- Sí, mamita.
Al día siguiente cuando Epaminondas fue a la casa de su madrina le regaló un pan que terminaba de cocinar en el horno y estaba calentito y crujiente.
Epaminondas lo ató a una larga cuerda, puso el pan en el suelo y volvió a casa tirando de la cuerda como le había dicho su mamá.
- ¡Dios mío! –grita la madre-. ¿Qué me traes aquí, Epaminondas?
- Un pan que me ha regalado la madrina –contesta el niño orgulloso.
- ¡Epaminondas, hijo, serás mi perdición! No volverás a casa de tu madrina ni te explicaré ya nada. Seré yo la que vaya a todas partes.
Al día siguiente la madre se prepara para ir a casa de la madrina y antes advierte al hijo:
- Voy a decirte una cosa hijo mío: acabo de cocer en el horno tres masas y las he puesto en la tabla, delante de la puerta para que se enfríen. Ten cuidado de que no las coma el gato y si tienes que salir a la calle mira bien cómo pasas por encima de ellas con todo cuidado ¿Has comprendido?
- Sí, mamita.
La madre se puso su sombrero y se fue a la casa de la madrina. Las tres masitas, todas en hilera, se estaban enfriando delante de la puerta y como Epaminondas quiso salir a la calle miró bien cómo pasaba por encima de ellas.
"Uno, dos, tres." fue diciendo al mismo tiempo que las aplastaba.
La madre llega a poco... y nadie sabe todavía lo que allí pasó, pero el caso es que Epaminondas no podía sentarse al día siguiente.
Cuento del sur de Estados Unidos
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