viernes, 18 de julio de 2008

Federico y Catalina

Una vez había un hombre llamado Federico, que tenía una esposa llamada Catalina, y hacía poco tiempo que estaban casados.
Un día, dijo Federico:
- Catalina, me voy a arar. Cuando venga tendré hambre, de modo que prepárame algo bueno de comer y sírveme un buen trago de cerveza.
- Muy bien – repuso ella- lo haré.
Cuando se acercó la hora de la comida, Catalina tomó una hermosa salchicha, que era toda la carne que tenía, y la puso a freír al fuego. La salchicha empezó a dorarse en la sartén mientras Catalina la vigilaba, tenedor en mano y le daba vueltas.
Después se dijo: “La salchicha está casi lista. Será mejor que baje a la bodega por la cerveza.”
Dejando la sartén en el fuego, tomó un gran jarro y fue a la bodega, donde abrió la espita del barril de cerveza. Esta cayó en el jarro, mientras Catalina miraba.
Entonces le pasó una idea por la cabeza: “El perro no está encerrado. Tal vez se ha llevado la salchicha. Afortunadamente, se me ocurrió a tiempo pensarlo.”
Subió corriendo de la bodega y, naturalmente, el pillo del perro tenía la salchicha en la boca y se alejaba arrastrándola por el suelo.
Catalina lo persiguió y el perro huyó al campo. Pero corría más de prisa que ella y no quería soltar la salchicha.
- ¡Ah, bueno! – dijo Catalina-. Lo que no tiene arreglo, arreglado está. – Y dando media vuelta, se dirigió con paso tranquilo a la cocina, porque había corrido mucho y estaba cansada.
Mientras tanto, la cerveza había estado corriendo también, porque Catalina no cerró la espita. Y cuando el jarro se llenó, la bebida cayó por el suelo hasta que el tonel quedó vacío. Cuando ella llegó a lo alto de las escaleras vio lo que había pasado.
- ¡Dios mío! – dijo -. ¿Qué haré para impedir que Federico se entere de esto?
Y pensando un poco recordó que en el desván había un saco con harina que habían comprado en la última feria y que si la echaba sobre el suelo, secaría muy bien la cerveza.
- ¡Qué suerte que tenemos harina! – se dijo -. Ahora podemos emplearla bien. ¡El que ahorra siempre tiene!
Fue al desván a buscarla, pero al asentar el saco, lo puso sobre el jarro, que se volcó, y la cerveza que quedaba inundó también el suelo.
- ¡Ah, bueno – pensó -, cuando pasa una cosa mala, siempre sucede otra!
Desparramó la harina por el suelo y, muy contenta de su inteligencia, se dijo:
- ¡Qué limpio está todo!
Al mediodía llegó Federico.
- Bueno, esposa – le preguntó -, ¿qué tengo de comida?
- ¡Oh, Federico! – exclamó ella -. Te estaba haciendo una salchicha y bajé a buscar la cerveza, y mientras tanto, el perro huyó con la salchicha. Mientras lo perseguía, la cerveza se desparramó por el suelo. Y cuando fui a secarla con la bolsa de harina que habíamos comprado en la feria, vertí el jarro de la cerveza. ¡Pero la bodega está muy seca y muy limpia!
- Catalina, ¡cómo has podido hacer todo eso! – exclamó él -. ¿Por qué dejaste que robaran la salchicha, la cerveza se derramara, y luego estropeaste la harina?
- ¡Pero, Federico, no pensé que hacía nada malo! Debiste decírmelo antes.
El esposo pensó: “Si mi esposa arruina así las cosas, tendré que ocuparme yo de ellas.” Y como tenía mucho oro en la casa, le dijo a Catalina:
- ¡Qué lindos son estos botones amarillos! Voy a ponerlos en una caja y los enterraré en el jardín, pero ten cuidado de no acercarte a ellos ni a tocarlos.
- No, Federico – dijo ella – no lo haré.
En cuanto él se hubo ido llegaron unos buhoneros con platos y fuentes de loza, y le preguntaron si quería comprar algo.
- ¡Oh!, me gustaría mucho, pero no tengo dinero. Si les interesan los botones amarillos, podría comprárselas, quizá.
- ¿Botones amarillos? Vamos a ver cómo son.
- Vayan al jardín y caven donde yo digo, y encontrarán unos botones amarillos. Yo no me atrevo a hacerlo.
Los pícaros fueron allí, y viendo lo que eran los botones amarillos, se los llevaron todos y le dejaron muchos platos y fuentes. Entonces, ella los dispuso como adorno por toda la casa.
Y cuando Federico volvió, preguntó:
- Catalina, ¿qué has estado haciendo?
- Mira. Compré todo eso con los botones amarillos, pero yo no los toqué. Los buhoneros mismos los desenterraron.
- ¡Esposa, esposa! – exclamó Federico -. Lindo trabajo has hecho. Esos botones amarillos eran todo mi dinero. ¿Cómo pudiste hacer una cosa así?
- Pues, porque no creí que hacía ningún mal. Deberías habérmelo dicho.
Se quedó un rato reflexionando, y por fin le dijo a su esposo:
- Escucha, Federico, podemos recuperar el oro. Corramos tras los ladrones.
- Lo intentaremos – le contestó él -. Pero lleva un poco de manteca y queso para que tengamos algo que comer por el camino.
- Muy bien – dijo ella, y se pusieron en camino. Y como Federico iba más de prisa, dejó atrás a su esposa.
“No importa – pensó ella -, cuando volvamos yo estaré más cerca de la casa que él.”
Poco después llegó a lo a lo alto de una colina, en la que había un camino tan estrecho, que las ruedas de los carros habían rozado los árboles de los costados, al pasar.
- ¡Ah! – dijo ella -, ¡cómo han lastimado a los pobres árboles! Nunca podrán curar.
Y como le daban lástima, los engrasó con la manteca para que las ruedas no les hicieran tanto daño. Al hacerlo, uno de los quesos se escapó de la cesta y rodó cuesta abajo.
Catalina miró, pero no pudo ver dónde había ido, de modo que pensó: “Bueno, me imagino que el otro podrá bajar a buscarte. Tiene las piernas más jóvenes que yo.”
Y hechó a rodar el otro queso, que fue a parar Dios sabe dónde, cuesta abajo. Pero ella se dijo que debían saber el camino, y la seguirían, y que ella no podía quedarse esperándolos.
Por fin alcanzó a Federico, quien le pidió que le diera algo de comer. Entonces ella le dio pan seco.
- ¿Dónde están la manteca y el queso? – le preguntó él.
- Verás – contestó ella -, empleé la manteca para curar a los pobres árboles que estaban todos rozados por las ruedas. Y uno de los quesos se escapó, de modo que envié al otro en su busca y me imagino que andarán juntos por ahí.
- ¡Qué boba eres y qué cosas más estúpidas haces! – exclamó él.
- ¿Cómo puedes decir eso? Estoy segura que no me dijiste que no las hiciera.
Comieron juntos el pan seco, y Federico le dijo:
- Catalina, espero que cerrarías la puerta con llave y la dejarías segura antes de venir.
- No, no me dijiste que lo hiciera.
- Entonces, vuelve a casa antes de que lleguemos más adelante. Y trae algo más para comer.
Catalina se fue, pensando por el camino: “Federico quiere algo para comer, pero no creo que le gusten mucho el queso y la manteca. Le traeré una bolsa de hermosas nueces y un frasco de vinagre, porque he notado que lo bebe a veces.”
Cuando llegó a la casa, echó el cerrojo a la puerta de atrás, pero sacó de sus goznes la de adelante, diciéndose: “Federico me pidió que la cerrara con llave, pero en ninguna parte estará tan segura como conmigo.”
Por esa razón tardó bastante en volver y cuando vio a Federico, exclamó:
- ¡Federico! Aquí está la puerta. Ahora puedes mirarla a tu antojo.
- ¡Ay, ay! – gimió él -. ¡Qué esposa tan inteligente tengo! Te mandé para que aseguraras la casa, y tú te traes la puerta para que cualquiera entre y salga a su capricho de ella. Pero, ya que la has traído, cargarás con ella todo el tiempo.
- Muy bien – contestó ella -; llevaré la puerta, pero no las nueces y el vinagre. Eso sería demasiado peso. Sujétalos de la puerta y que ella lo lleve.
Federico no se opuso al plan y se fueron al bosque en busca de los ladrones, sin encontrarlos. Y cuando se hizo de noche, treparon a un árbol para dormir allí. Apenas acababan de hacerlo, cuando los pícaros que andaban buscando aparecieron. Eran sin duda unos ladrones de esos que encuentran las cosas ajenas antes que sus dueños las pierdan. Estaban tan cansados que hicieron fuego debajo del mismo árbol donde se hallaban Federico y Catalina. Federico bajó por el otro lado y recogió unas cuantas piedras. Luego subió al árbol y trató de darles en la cabeza a los ladrones, con ellas.
Pero se limitaron a decir:
- Debe estar amaneciendo, porque el viento hace caer piñones del árbol.
Catalina, que llevaba a los hombros la puerta, empezó a cansarse, pero pensó que eran las nueces lo que pesaba.
- Federico – dijo bajito -, tengo que tirar las nueces.
- No – le contestó él -. Nos descubrirán.
- Lo siento. Tengo que hacerlo.
- ¡Bueno, pues si tienes que hacerlo, hazlo!
Entonces, las nueces cayeron ruidosas entre las hojas y uno de los bandidos exclamó:
- ¡Dios me bendiga, graniza!
Poco después, Catalina pensó que la puerta seguía pesando mucho, y murmuró:
- Tengo que tirar el vinagre.
- No lo hagas. Nos descubrirán.
- Lo siento. Tengo que hacerlo.
Así que vertió el vinagre y los bandidos dijeron:
- ¡Cuánto rocío hay!
Por fin, Catalina pensó: “¿Será la puerta lo que pesa tanto?”, y avisó:
- Federico, tengo que tirar la puerta.
Pero él le rogó y le suplicó que no lo hiciera, porque estaba seguro de que los traicionaría.
- Voy a dejarla caer, Federico.
- ¡Entonces, que el diablo se la lleve! – exclamó él.
Y cayó con tanto ruido sobre los bandidos, que éstos gritaron:
- ¡El diablo baja del árbol!
Y sin saber lo qué pasaba, huyeron a toda prisa, dejando el oro. Por eso, cuando Federico y Catalina bajaron, lo encontraron y se lo llevaron a casa.


Hermanos Grimm

1 comentario:

Unknown dijo...

me facino este cuento le enseña a uno muchas cosas bueno yo me yamo andres y quiero que todos lean eso esta super padre muchos fuisio pùes y me encanto