Al repasar en mi mente la procesión de recuerdos juveniles, me doy cuenta de cuán extraña era aquella amistad: de una parte, Lloyd Inwood, alto, delgado, esbelto, nervioso y muy moreno; de la otra, Paul Tichorne, alto, delgado, esbelto, nervioso y muy rubio. Todo se parecía en ellos menos el color; los ojos de Lloyd negros, los de Paul azules, y cuando les dominaba cualquier pasión, la sangre aceitunaba la cara del uno y enrojecía la del otro; pero, por lo demás, semejábanse como dos gotas de agua y ambos eran vehementes, perstos a impresionarse, a exaltarse nerviosamente, viviendo de continuo en lo que pudiéramos llamar "alta tensión".
Existía un tercero entre esta curiosa amistad; tipo pequeño, gordo, abotagado y holgazán, y vergüenza me da el decirlo: ese tercero, era yo.
Paul y Lloyd parecían haber nacido con el único fin de rivalizar, y yo, para dedicarme a poner paz entre ellos; los tres crecimos juntos, y, en más de una ocasión, he recibido los golpes que el uno le destinaba al otro.
Siempre en competencia, discutiendo y tratando de aventajarse; cuando se motivaba cualquier controversia, ninguno ponía freno a sus palabras ni a sus esfuerzos, y ese espíritu intenso de emulación se demostraba lo mismo en sus estudios que en sus diversiones. Si Paul aprendía de memoria una estrofa del Marmión, Lloyd estudiaba dos, a lo cual contestaba aquél recitando tres, y éste replicaba con cuatro, hasta que ambos se sabían de memoria el poema entero.
Recuerdo el incidente ocurrido en un estanque de natación, incidente que puso de relieve, en forma casi trágica, la lucha entablada por ellos.
Era costumbre entre los muchachos zambullirse hasta el fondo del estanque, que medía diez pies de profundidad, y allí agarrarse a las raíces para ver quién denotaba más resistencia, permaneciendo en esta posición un tiempo indeterminado aunque, naturalmente, breve. Alguien propuso a Lloyd y a Paul que descendieran juntos, y cuando, en el momento de sumergirse, vi sus caras contraídas, no pude menos que presentir algo terrible. Pasaban los segundos; los rizos del agua se calmaron, la superficie volvió a quedar lisa, y como ninguna de las dos cabezas asomaba en busca de aire, empezó a dominarnos la ansiedad; había transcurrido el tiempo máximo que constituyó el último "record" y, sin embargo, los nadadores no daban otras señales de vida que unas cuantas burbujitas de aire, como expulsadas de sus pulmones, que de cuando en cuando salían al exterior y que, un instante después, dejaron de salir también.
Los segundos parecían siglos; perdí la paciencia, me arrojé al agua y los encontré en el fondo, aferrados a las raíces, las caras casi juntas y los ojos muy abiertos, mirándose... SE notaba que sufrían de un modo atroz, los vi retorcerse entre las angustias de la asfixia y comprendiendo que ninguno dejaría su presa para declararse vencido, traté de arrancar a Paul, pero éste se resistió con furia, y, como a mí mismo empezó a faltarme el aliento, salí a la superficie verdaderamente asustado, en cuatro palabras expliqué la situación a los amigos, y entonces nos arrojamos a la piscina media docena, obligándoles a salir por la fuerza. Cuando los sacamos, ambos estaban desvanecidos y nos costó mucho tiempo y gran trabajo hacerles volver en sí. Es indudable que hubieran perecido.
Al entrar Paul en la Universidad, todos creímos que seguiría una carrera literaria, y Lloyd, que ingresó al mismo tiempo, se matriculó desde luego en idéntico curso. Paul tuvo siempre la intención oculta de estudiar ciencias exactas, y en el último instante hizo pública esta intención cambiando de matrícula, y entonces Lloyd, aunque ya había comenzado sus estudios asistiendo a varias clases, verificó también el cambio y empezó a aprender química. Pronto su rivalidad fue notoria en el claustro universitario y se vio a las claras que cada uno habíase convertido en un verdadero acicate para el otro y que ambos se aprestaban al estudio de una manera inconcebible. Todos se percataron de que, a querer, hubieran podido aturdir a cualquiera de los profesores, exceptuando, quizás, al viejo Moss, jefe de la clase, y hasta este mismo quedó más de una vez asombrado y confundido por ellos. El descubrimiento del "bacilo de la muerte" en el "sapo marino", hecho por Lloyd, y la subsiguiente demostración práctica con cianuro potásico, hizo popular su nombre y el de su colegio; pero Paul no se quedó atrás y consiguió descubrir en su laboratorio "coloides" que mostraban actividades parecidas a las del "amoeba" y sentar nuevas premisas sobre la fecundación de las formas primordiales en la especia marina, por medio de sus asombrosos experimentos con soluciones simples de cloruros magnésicos y sódicos.
En aquellos, sus días de aula, cuando más profundamente penetraban los misterios de la química orgánica, Doris se interpuso en su camino. Fue Lloyd el primero que la conoció, pero a las veinticuatro horas escasas ya la conocía el otro también y, como es natural, ambos se enamoraron de ella, cortejándola con igual ardor. La lucha llegó a ser tan intensa que toda la universidad hubo de interesarse con pasión por el desenlace y hasta el viejo Moss un día llegó al extremo de apostar un mes de sueldo a que Paul sería por fin el favorecido.
Ella misma fue quien resolvió el problema a satisfacción de todos, claro que exceptuando a los interesados, pues los llamó y les dijo que, en realidad, no podía elegir entre ellos puesto que ambos le eran de igual modo simpáticos, y como por desdicha la poligamia no estaba autorizada en los Estados Unidos, veíase en el caso de renunciar a la honra y a la felicidad que habría de proporcionarle el matrimonio con cualquiera de los dos. Ellos se echaron mutuamente la culpa del fracaso.
Pronto llegaron las cosas a su colmo, y fue en mi casa, después de haberse licenciado, donde empezó a desarrollarse el principio del fin.
Lloyd y Paul poseían bienes de fortuna y no necesitaban ejercer su carrera, ni hacerse la competencia para vivir, pero el doble afecto que yo les tenía y aquella su mutua animosidad actuaron de factores para provocar el choque, y aunque con frecuencia se daba el caso de hacer todo lo posible por no encontrarse juntos conmigo, ello era inevitable, y algunas veces ocurría, a pesar de sus precauciones.
EL día a que me refiero, entreteníanse Paul en mi despacho, divagando sobre una revista científica y allí lo dejé completamente libre. Poco después estaba yo en el jardín, cuidando de mis rosas, cuando llegó Lloyd y me encontró con la boca llena de clavos, mientras que de acá para allá iba sujetando las enredaderas y los rosales, faena en la que él me solía ayudar.
Comenzamos a discutir sobre la mítica raza, de gentes invisibles, esos seres extraños y errabundos de cuya existencia tenemos noticia por la tradición, y Lloyd empezó a entusiasmarse hablando sobre las propiedades y posibilidades de la invisibilidad, y sosteniendo que un objeto cualquiera, absoluta y perfectamente negro, resultaría invisible hasta para el ojo más perspicaz.
- El color es una sensación -decía-, y su existencia real no es objetiva, pues sin luz es imposible ver los colores ni los objetos mismos. Todas las cosas son negras en la oscuridad y, por lo tanto, invisibles. Si la luz no las toca no reflejan ningún rayo y no tenemos, por consiguiente, la sensación visual de su existencia.
- Sí - dije yo -, pero hay que tener en cuenta que los objetos negros son visibles en la claridad.
- Muy cierto -contestó-; mas eso es consecuencia de que no son negros del todo; si fueran de un negro absoluto y perfecto, no los veríamos aunque estuvieran expuestos a la acción de los rayos de cien soles. Por esto afirmo que no sería imposible obtener, mediante la fórmula X, un pigmento o pintura de una negrura tal que hiciera invisible todo aquello a que se aplicara.
- Lo cual sería un descubrimiento importante -dije sin gran entusiasmo, porque la idea, a más de fantástica, me pareció exenta de finalidad.
- ¿Importante? -replicó Lloyd-; ¡ya lo creo! Calcula, amigo mío, que si yo me cubriera con esa pintura, dominaría al mundo entero. Los secretos de los reyes y de las cortes serían míos; conocería las maquinaciones de la política y de la diplomacia, obtendría datos sobre jugadas de bolsa y otras operaciones de sindicatos y "trusts". No te quepa duda de que llegaría a ser la mayor potencia mundial.
Se detuvo un instante y añadió: -bueno; ya he dado principio a mis experimentos y no tengo inconveniente en decir que voy por buen camino.
Una carcajada nos interrumpió, y, al levantar la vista, vimos a Paul que estaba a la puerta, de pie, mirándonos con sonrisa burlona...
- Olvidas una cosa, mi querido Lloyd -dijo.
- ¿Qué es lo que olvido?
- Lo que olvidas es, simplemente... la sombra.
La cara de Lloyd expresó su pesar, mientras contestaba malhumorado:
- ¡ES que puedo llevar un quitasol!...- y volviéndose hacia él, continuó-: Mira, Paul: si quieres evitarte un disgusto, no te metas en esto.
La ruptura parecía inminente; pero Paul simuló tomarlo a risa.
- ¡Por nada del mundo ensuciaría mis dedos en tu puerco betún!; podrás llegar a triunfar todo lo que quieras, pero siempre tendrás la sombra en disfavor, sin poder desprenderte de ella. Yo, por mi parte, voy a emprender un camino diametralmente opuesto, empezando por iluminarla.
- ¿La transparencia? -le atajó Lloyd- bien sabes que es imposible.
- Sí, imposible; completamente imposible -y despidiéndose ambos, Paul se alejó por entre los senderos del jardín.
ESte fue el principio y ambos atacaron el problema con toda la tremenda energía de que eran dueños y con un rencor y una amargura que me hicieron temer el éxito de cualquiera de los dos. Ambos tenían plena confianza en él, y en las largas semanas de experimentación que siguieron a nuestra entrevista, tuve que atenderles, escuchando sus teorías y presenciando sus demostraciones, pero sin que nunca, con palabras ni con signos, descubriera a ninguno la más ligera idea sobre la marcha de los trabajos del otro.
Lloyd tenía un medio raro de buscar la relajación de sus nervios cuando la tensión moral y material llegaba a ser demasiado grande, pues en estos casos, frecuentaba los espectáculos de boxeo.
En una de estas brutales exhibiciones, a donde me había llevado casi a la fuerza, para imponerme de sus últimos éxitos, hallé ocasión de confirmar sus teorías de un modo extraordinario.
- ¿Ves aquel hombre de patillas rojas -me dijo señalándome la quinta fila de asientos del lado opuesto-, y ves a aquel otro, que está cerca de él, con sombrero blanco? Bueno; parece que entre los dos hay un hueco, ¿no es verdad?
- Ciertamente -respondí-, hay un asiento desocupado...
Entonces, acercando sus labios a mi oído, me dijo
- Entre el hombre de las patillas rojas y el hombre del sombrero blanco, no hay ninguna silla desocupada, porque allí está Ben Wasson. Ya me has oído hablar de él, y sabrás que es el pugilista más notable de su peso en el país: un negro caribe de pura raza, el más negro de los Estados Unidos. Tiene un abrigo del mismo color, abotonado hasta el cuello, pues lo he mirado al entrar, pero apenas se sentó, lo perdí de vista. Mira con cuidado, pude ser que sonría.
Hice intención de cruzar, con objeto de convencerme, y Lloyd lo impidió diciéndome:
- Espera...
Esperé observando, hasta que el hombre de las patillas rojas volvió la cabeza, como si hablara con la silla de al lado, y al mismo tiempo vi, cual si estuviera en el espacio, el blanco de dos ojos y el doble arco de una dentadura, al par que vislumbraba la cara de un negro, que desapareció con la sonrisa, quedando otra vez la silla desocupada en apariencia.
- Pues si fuera perfectamente negro -dijo Lloyd- podrías sentarte a su lado sin lograr verlo.
Y debo confesar que el ejemplo fue bastante para dejarme medio convencido.
Varias veces, después de esta ocurrencia, estuve en el laboratorio de Lloyd y siempre lo encontré atareadísimo en su empeño de descubrir el negro absoluto. Ensayaba con toda clase de pinturas, tales como negro de humo, alquitrán, carbón vegetal, hollín de aceite, pez y otras diversas substancias animales carbonizadas.
- La luz blanca se compone de los siete colores primarios -me explicaba en cierta ocasión-; pero es, de por sí, invisible, siendo necesaria su reflexión sobre los objetos para manifestarse a nuestros ojos, que sólo ven, de aquellos, la parte iluminada. Aquí tenemos, por ejemplo, esta tabaquera azul; la luz blanca la hiere, y todos sus colores componentes, excepto uno, son absorbidos. La excepción es el azul que no se deja embeber sino reflejar, por lo cual la tabaquera nos da la sensación de este color, sin que veamos los otros, que desaparecen.
Por idéntica razón la hierba es verde, la amapola es roja, etc., puesto que sólo los rayos verdes y rojos de la luz blanca, se manifiestan a nuestra vista.
En otro momento argumentaba así:
-Al pintar cualquier cosa no se trata de cubrirla con color alguno, sino de aplicarle ciertas substancias que tienen la propiedad de absorber, de la luz blanca, todos los colores excepto aquel del cual deseamos que el objeto aparezca. Cuando esta sustancia refleja los siete al mismo tiempo, se muestra blanca y cuando los absorbe a todos, negra. Ya he dicho antes, que no poseemos el negro perfecto, es decir, aquel que tiene la virtud de disipar "todos" los colores; si éste se descubriera sería absolutamente invisible. Mira -y me indicó una paleta que tenía sobre la mesa de trabajo, donde observé muchos parches de diversos tonos de negro. La miré y en efecto, apenas pude distinguir el más oscuro, que produjo en mi vista una sensación borrosa y me obligó a restregarme los ojos varias veces. -Este -añadió con énfasis- es el negro más negro que se ha visto hasta ahora, aunque dentro de poco yo haré uno que lo será más, mucho más, tanto que no habrá mortal capaz de distinguirlo.
Por otro lado, encontraba con frecuencia a Paul no menos embebido en el estudio de la polarización de la luz, difracción, la interferencia, la refracción simple y múltiple y toda clase de extrañas descomposiciones luminosas al contacto de materias orgánicas.
- La transparencia -me definía- es el estado o cualidad de un cuerpo el cual permite que todos los rayos de luz pasen a través de él, y eso es lo que estoy buscando. Lloyd se empeña inútilmente contra la sombra, yendo en pos de la opacidad perfecta, pero yo la evito. Un cuerpo transparente no produce sombra ni tampoco refleja las ondas luminosas, siempre que su transparencia sea absoluta; de modo que dicho cuerpo, no sólo no proyectará nunca sombra, sino que, al no reflejar tampoco luz alguna, adquiere la virtud de desaparecer de la vista.
Otra vez estábamos junto a la ventana, mientras que Paul se entretenía en limpiar varias lentes. De pronto me dijo:
- ¡Oh!, se me ha caído un cristal: saca la cabeza y hazme el favor de ver si lo descubres.
Hice lo que me indicaba, pero un golpe inesperado en la frente me obligó a retroceder y dirigir a Paul una mirada de dolorosa interrogación, en tanto me frotaba la parte dolorida. Paul se echó a reír a carcajadas.
- ¡Bien! -me dijo.
- ¿Bien? -le repliqué.
- ¿Por qué no miras? -continuó. Y entonces alargué la mano y toqué una superficie fría, dura y tersa, que tuve al instante por cristal, efecto del tacto, ya que mis ojos no acertaban a descubrirlo.
- Ahí tienes -repuso- arena blanca de cuarzo, carbonato de sosa, cal apagada, cascote de vidrio y peróxido de manganeso, que todo ello compone esa materia que tienes delante: el mejor cristal de luna elaborado por la gran fábrica de Saint Gobain, que fabrica los espejos más notables del mundo. Este es el óptimo pedazo que ha hecho; me ha costado un dineral, pero, míralo; no lo podrás ver nunca, no sabrías que existe si no hubieras chocado contra él. Ve en ello un simple verbigracia. Ciertos elementos opacos se pueden combinar de tal forma que deriven en transparentes. Esto, me dirás, es química inorgánica, y te daré la razón; aunque me atrevo a asegurarte que he de conseguir provocar en la orgánica todos los fenómenos que se producen en aquélla. Mira -añadió, tomando una probeta y colocándola frente a la luz. Estaba llena de un líquido opaco, pero al vaciar en ella el contenido de otra, se fue clareando poco a poco hasta que se hizo transparente. ¡Oh!, bien: vuelve a mirar. -Y con movimientos rápidos, como los de un prestidigitador, tornó blanca una fórmula de color de vino y amarilla, otra de color rojo oscuro. Metiendo un trozo de papel reactivo en cierta sustancia aceitosa lo cambió, acto seguido, en rojo, y echándole luego en una solución de álcali, lo hizo aparecer azul-. El papel reactivo es siempre el mismo -continuó, en tono de conferenciante-; no ha variado en nada. ¿Qué es lo que he hecho? Solamente alterar la disposición de sus moléculas. Cuando al principio absorbía todos los colores, menos el rojo, su estructura molecular sufrió el primer cambio; luego disipó el rojo y todos los demás, excepto el azul, y así ad infinitum... Los reactivos que yo encontraré, y prevéngote que será en plazo breve, no transformarán el cuerpo en azul, rojo, ni negro, sino que lo harán transparente. Toda la luz pasará a través de él; por consiguiente, será invisible y no producirá sombra.
Pocas semanas más tarde acompañé a Paul en una excursión cinegética, porque había prometido llevarme de caza con un perro maravilloso, "el ejemplar más maravilloso que puedas suponer", y esto díjomelo tantas veces, que al fin consiguió despertar mi curiosidad. Sin embargo, en la mañana a que aludo, mi decepción fue grande, pues no se veía ni sombra del perro.
- Hombre, no veo tu ejemplar -dije a Paul, que ni siquiera hizo caso. Y echamos a andar a campo traviesa.
Al pronto no pude darme cuenta de lo que pasaba, pero sentía una nerviosidad tal que casi llegaba a padecimiento. Mi excitación era extremada y acabé por creer que mis sentidos se habían extraviado, consecuencia de las cosas extraordinarias ocurridas a mi alrededor. De cuando en cuando oía sonidos vagos, tales como el siseante rumor de la hierba removida, y al atravesar un terreno pedregoso, mis oídos creían percibir unos leves golpecitos, como de pasos ligeros y saltarines.
- Paul, ¿has notado algo? -le pregunté en cierta ocasión; mas él no dijo nada, continuando su camino.
Saltamos una valla y escuché, bien claro, el gruñir contenido y ansioso de un perro, al parecer muy cerca de mí, pero mis ojos me convencieron de que todo era ilusión. Entonces sentí que un sudor frío inundaba mi cuerpo, y casi temblando dije a Paul:
- Opino que haríamos bien en volvernos; me siento mal...
- ¡Qué tontería!, hombre -repuso-: ¿se te ha metido el sol en la cabeza, quizás?
Más tarde, al pasar junto a un chaparro, algo me rozó las piernas y estuve a punto de caer.
- ¿Qué te pasa? -me preguntó-: ¿se te enredan los pies?
Nada respondí, sino que apretando los dientes, continué la marcha muy perplejo y convencido ya que de alguna enfermedad misteriosa y aguda me había atacado los nervios. Hasta aquel momento, mi vista continuaba siendo clara, pero así que entramos de nuevo en la campiña abierta, observé que comenzaron a aparecer y desaparecer ante mis ojos ráfagas de luz coloreada, y aunque conseguí dominarme durante breves momentos, como el juego proseguía, me sentí desmayar dando con el cuerpo en tierra.
- ¡Esto se acabó! -murmuré, tapándome las pupilas con las manos-. Ya me ha atacado la vista Paul, llévame a casa...
Pero Paul me contestó riendo a mandíbula batiente:
- ¿Qué te había yo dicho? ¿Es o no maravilloso mi perro? ¡Vamos! ¿Qué te parece?
Y volviendo la cabeza empezó a silbar.
Oí rumor de pisadas, el respirar fuerte de un animal cansado y, en fin, el ladrido inequívoco de un perro, al par que mi amigo se agachaba, como para acariciar algo en el vacío.
- Dame la mano -me dijo-, y me la hizo pasar por la nariz y el hocico húmedo de un perro invisible, que por la forma y el pelo suave y corto, me pareció un "pointer".
No hay para qué decir que en seguida recobré el buen humor y el dominio de mí mismo.
Paul puso un collar al animalito y atóle un pañuelo al rabo; entonces pudimos observar el maravilloso espectáculo de un collar vacío y un pañuelo flotante que voltejeaban sobre la hierba. Cierto que tenía mucho de fantástico ver las dos prendas rígidas e inmóviles si levantábamos alguna perdiz. De cuando en cuando, veníanse los destellos multicolores a que antes aludí, y esto era lo único, según dijo Paul, que aún no había podido eliminar, si bien no desconfiaba de resolver el problema satisfactoriamente.
- Estos destellos -disertó- existen en mucha variedad: el arco iris, los halos, los parhelios y otros fenómenos que se producen por la refracción de la luz sobre el cristal, la niebla, la lluvia y una porción de cosas más. Mucho me temo que no sea posible anularlos y que al huir de la sombra de Lloyd, haya caído en el extremo contrario.
Un par de días después, al entrar en el laboratorio de Paul, me sorprendió un hedor insoportable del cual pronto descubrí la causa. En el umbral tropecé con una masa podrida, cuya forma se parecía a un perro. Vino Paul a contemplar el hallazgo y quedó estupefacto, pues aquello no era otra cosa que su perro invisible, es decir, el perro que había sido invisible, y que ahora divisábamos con toda claridad. Según me contó, había estado jugando con él minutos antes y, aparentemente, disfrutaba de buena salud. Al examinarlo de cerca vimos que tenía el cráneo fracturado de un fuerte golpe, y esto nos causó extrañeza, aunque lo que reputamos inexplicable, fue el hecho de que se hubiera descompuesto en forma tan rápida.
- Los reactivos que inyecté en su cuerpo son inofensivos -me explicaba Paul-, pero parece que al sobrevenir la muerte producen esa desintegración instantánea. Interesante, muy interesante -añadía-. ¡Ya es suficiente que mi experimento no cause ningún daño en la materia viva!
Y exclamó después:
- Lo que me intriga sobremanera es el hecho de cómo han podido dar muerte a mi pobre animal.
Bien pronto lo supimos, pues una de las criadas vino asustadísima a contarnos que el vecino Gaffer Bedshaw habíase vuelto loco aquella misma mañana, teniéndosele que amarrar mientras gritaba refiriendo una tremenda lucha que juró y perjuró haber sostenido en el campo, con una bestia furiosa y gigantesca y, según él, invisible; aunque afirmaba -cosas de loco- ¡haberla visto con sus propios ojos!
Su mujer y sus hijas le oían asombradas y llorosas y, finalmente, el ataque adquirió tal fuerza, que entre el jardinero y el cochero tuvieron que apretar las ligaduras con todas las suyas.
No se crea que mientras Paul obtenía tan brillantes resultados en la resolución del problema de la invisibilidad, Lloyd se quedaba atrás en sus trabajos.
Fui a visitarle a consecuencia de una invitación suya y con objeto de ver si progresaba.
Su laboratorio, situado en un gran parque, alzábase en medio de un bosquecillo de espesa vegetación, entre la cual había que brujulear para llegar a él; y como yo conocía la vereda como la palma de mi mano, se puede juzgar de mi sorpresa cuando al llegar al sitio preciso no vi ni apariencia de laboratorio. Lo curioso del caso es que no parecía que el pequeño edificio, con chimenea de ladrillos rojos, hubiera existido nunca; sobre el terreno no quedaban señales de ruinas, ni escombros, ni nada. No obstante, continué andando hacia el lugar donde, por lo menos, tenía yo la evidencia de que estuvo, y mientras, decía mentalmente: "aquí era el escalón" tropecé y caí hacia adelante, dándome un terrible golpe en la cabeza con algo que me dio la sensación de ser una puerta cerrada.
Extendí la mano y pronto hallé un picaporte, el cual hice girar, quedando franca la entrada de aquel recinto que tan familiar me era. En él estaba Lloyd, a quien saludé, pero en lugar de penetrar en la habitación, cerré de nuevo la puerta, retrocediendo unos cuantos pasos para darme cuenta de que el edificio se ocultaba a mis ojos. Volviendo a abrir, de nuevo me fueron visibles los muebles, objetos y demás detalles del interior. Declaro que resultaba asombrosa esta súbita transformación del vacío en luz, forma y color.
- ¿Qué te parece?, ¿eh? -me preguntó Lloyd, estrechándome la diestra-. Un par de manos de pintura y ahí tienes el milagro. ¿Te has hecho mucho daño?, porque yo he sentido que el cabezazo no fue flojo... Pero eso no tiene importancia -continuó interrumpiendo mis frases de enhorabuena-: tenemos que hacer algo mejor...
Mientras hablaba, empezó a desvestirse y pronto se mostró desnudo ante mí; entonces, entregándome un cacharro y una brocha, me dijo:
- Anda, píntame con esto.
Se trataba de un líquido aceitoso parecido al barniz, el cual extendíase con rapidez y facilidad sobre la piel, secándose al instante.
- Esto es meramente preliminar y como precaución -me dijo cuando hubo acabado-. Ahora, vamos con lo definitivo.
Y púsome otro cacharro en la mano, a cuyo interior miré sin poder descubrir ni asomo de líquido.
- Está vacío -le dije.
- Mete el dedo -contestó.
Así lo hice y sentí la sensación de que se me mojaba, pero al sacar la mano y mirar mi índice, éste había desaparecido, aunque, al moverlo, me lo notaba como siempre, por la tensión y relajación alternada de los músculos; esta existencia resultaba negativa para el órgano visual. Realmente parecía que me había quedado sin dedo; sólo cuando puse la mano debajo de la claraboya, pude observar su sombra en el suelo.
Lloyd me miraba sonriendo.
- Ahora, píntame y... abre bien los ojos.
Metí la brocha en el cacharro, vacío en apariencia, y le di un brochazo en el pecho a cuya acción se hizo invisible un trozo de piel. Cubrí entonces la pierna derecha y se me presentó la ocasión de admirar a un hombre cojo que desafiaba todas las leyes de la gravedad, y así, brochazo tras brochazo y miembro tras miembro, transformé a Lloyd en nada. El experimento resultó escalofriante y me alegré de veras cuando no quedó nada visible de mi amigo, salvo sus ojos negros que semejaban dos pupilas en el espacio.
- Tengo una solución especial para ellos. No hay más que polvorizarlos un poco y listo: desaparecen.
Así lo hizo, añadiendo después:
- Ahora, voy a moverme; dime la impresión que te hago.
- No habrá lugar: no te veo -respondí, en tanto llegaba a mis oídos su risa satisfecha, procedente del espacio-. Claro que la sombra te sigue -continué-, pero esto ya lo sabíamos. Si te interpones entre mí y un objeto cualquiera, el objeto desaparece, aunque se trata de una desaparición tan incomprensible, tan rara, que me produce el efecto de cuando se enturbia la vista, y si te mueves mucho, la rápida visión de las imágenes me hace doler los ojos y la cabeza.
- ¿Tienes alguna otra señal de mi presencia? -me preguntó.
- No y sí -contesté-. Cuando te aproximas me invade algo semejante a lo que se experimenta en un sitio húmedo o dentro de una mina profunda; y así como los marineros presienten la tierra, hasta en las noches más oscuras, yo siento la impresión de tu cuerpo, aunque todo ello de un modo vago e intangible:
- Ahora conquistaré el mundo.
No me atreví a decirle que su rival también había triunfado.
Volví a casa y encontré una nota de Paul rogándome que fuera a verle en seguida. Aquella misma tarde, al subir la avenida en bicicleta, oí la voz de mi amigo que me llamaba desde el campo de tenis. Al desmontar y acercarme pude ver que la cancha estaba desierta; mas de pronto, cuando me hallaba con la boca abierta, absorto, una pelota rebotó en mi brazo y, al volverme, sentí otra que me golpeó junto al oído. Parecían venir del espacio, pero el juego continuaba y me di cuenta de la situación, por lo que apoderándome de una raqueta, me acerqué a un destello irisado que aparecía y desaparecía en el terreno, yendo de un lado para otro. Al descargar sobre él una docena de golpes, oí la voz de Paul que gritaba:
- ¡Basta, hombre, basta!.. ¡Que estoy desnudo!, ¿sabes? ¡No lo haré más: te lo prometo!.. Solamente quería que vieras mi metamorfosis.
Pocos minutos más tarde, estábamos jugando al tenis, con verdadera desventaja por mi parte, pues yo no podía ver a mi contrario, salvo en los casos en que, entre el sol, él y yo, se establecía el ángulo preciso para la refracción iridiscente. Sus colores eran más vigorosos que los del arco iris; el azul más puro, el violeta más delicado, el amarillo más brillante, todos de una tonalidad deslumbradora y con el brillo centellador de las piedras preciosas.
En medio de nuestro juego me asaltó de repente un escalofrío, idéntico a los que había sufrido aquella misma mañana y, en aquel instante, vi rebotar una pelota en el espacio, junto a la red, mientras Paul emitía un refulgente destello. No podía él darse cuenta de quién había devuelto la pelota, pero yo, con gran sobresalto, comprendí que Lloyd acababa de entrar en escena. PAra convencerme busqué su sombra y, en efecto, allí estaba: una mancha deforme que se movía rápidamente por el suelo.
Recordando en el acto la amenaza, adquirí la certidumbre de que aquella rivalidad de tantos años estaba a punto de debatirse en una batalla monstruosa y sobrenatural.
Grité, advirtiendo a Paul, al par que oía un gruñido como el de una bestia salvaje, otro en respuesta, y observé la mancha oscura que cruzaba el campo con rapidez y el remolino de luz multicolor que salía a su encuentro.
Sombra y luz chocaron, oyéndose el ruido de golpes invisibles; la red se dobló ante mis ojos estupefactos y corrí hacia los que luchaban gritando:
- ¡Eh, por amor de Dios!
Sus cuerpos enlazados me dieron en las rodillas, haciéndome rodar, en tanto que la voz de Lloyd gritaba:
- ¡No te metas con nosotros!
Y la de Paul añadía:
- ¡Sí, ya has mediado de sobra!
Por la dirección de sus voces, comprendí que se habían separado, y como no me era posible averiguar dónde estaba Paul, acerquéme a la sombra que descubría a Lloyd, recibiendo en el acto un puñetazo en la barba.
Paul gritaba y gritaba.
- ¿Querrás dejarnos solos de una vez?
De nuevo oí la embestida de los cuerpos, el sonar de golpes continuados, el jadear de sus respiraciones anhelantes, unido todo a la presencia de rápidos destellos de luz y de vertiginosos movimientos de la sombra, que demostraban lo enconado de la pelea.
Pedí socorro a gritos, viendo a nuestro vecino Gafer Bedshaw que se acercaba a todo correr y pude observar, a medida que se iba acercando, cómo me contemplaba sorprendido; de pronto, tropezó con los combatientes y cayó al suelo, de cabeza, lanzando un grito estridente y desesperado, y diciendo:
- ¡Por Dios!, ¡que me cogen!, ¡que me llevan!
Se levantó y echó a correr como un gamo.
Yo no podía hacer nada, así es que me senté anonadado, impotente, observando, hasta donde me era posible, los incidentes de aquella horrenda y misteriosa batalla...
El sol del mediodía alumbraba al desnudo suelo de la cancha, con rayos verticales y fulgentes, y todo lo que descubría mi vista era la mancha de sombra, los destellos irisados, el polvo que levantaban pasos invisibles, la tierra desmoronándose bajo la presión de unos pies convertidos en garras y la red que se balanceaba cuando los luchadores caían sobre ella.
Esto fue todo. Poco después los destellos habían desaparecido, la sombra transformóse de redonda en alargada y queda y un silencio profundo reinó en aquel trágico campo de tenis.
Entonces vino a mi memoria el recuerdo de sus caras juveniles, cuando los sorprendí en el fondo del estanque, aferrados a las raíces y mirándose con los ojos muy abiertos.
Los criados tuvieron algunas noticias del suceso y se apresuraron a abandonar el servicio en masa.
El vecino no llegó a sanar del segundo golpe recibido y está en una casa de locos, sin esperanza de curación.
Los secretos de sus maravillosos descubrimientos murieron con Paul y Lloyd; y sus laboratorios fueron derribados por las atribuladas familias. En cuanto a mí, nunca me he vuelto a ocupar de trabajos de química: la ciencia es cosa prohibida en mi casa.
He vuelto a mis rosales. Me basta con los colores de la naturaleza que considero magníficos, al menos para mis ojos...
Jack London
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