Presuponemos: los ángeles no existen. Y quizás no existan del modo en que lo marca la tradición.
No son caprichosos los ángeles que imagino, no son eternos, no son hermafroditas, no han dejado el reino de los cielos para rebajarse al infierno.
No soportan indemnes la tristeza del otoño, tal cual los querubines de temperatura imperturbable, y no interpretan las flores que nacen y mueren como un hecho casual. Como si vivir fuera lo evidente.
Los ángeles que conozco, los que se me han aparecido en momentos de lluvia y desazón a través de la ventana, por debajo de la puerta, en explosiones desde el mismísimo cielo raso, tienen piel, portan huesos, cuentan con diez dedos en las manos, sonríen, aman, se indignan.
Intuyo, sé, que es sangre la que corre por sus venas, que es fuego lo que los quema por dentro.
Los ángeles a los que me estoy refiriendo se hacen fuertes desde sus debilidades, maravillosos en sus carencias, perfectos en la imperfección.
Son - nada más ni nada menos - personas sin alas que cuidan de tu alma cuando todo se derrumba y más lo necesitas, que hacen o intentan hacer reposar tu febril conciencia y acarician tu corazón herido.
Los ángeles son esos amigos de la Tierra que parecen venir del Cielo.
Tus amigos, tu refugio, tu patria verdadera.
He sido testigo de varios de sus milagros. Refugiado en el calor de su chimenea escuché sus voces parpadeando en la noche sin fin de la tristeza.
He sido parte de su amor. Confidente de sus sueños.
Aquel - desgarbado o elegante, alto o bajo, insólito o formal, impávido o aguerrido, qué más da - que abrió su puerta cuando golpeaste con el alma en un hilo, es el ángel al que me refiero.
El hijo de otro paraíso que mantiene un plato caliente esperando para vos.
El que se sabe heredero de los hombres. Vamos, que no se trata de dios este asunto, sino de quienes accidentalmente pueblan el mundo.
Tampoco es una historia de poderes otorgados, ni de milagros y artificios sino de ocasiones, de oportunidades de ejercer la compasión.
No me has dejado solo. No me has abandonado en el más laberíntico de mis días. Una madrugada impensada permaneciste conmigo, me diste un pretexto, consolaste mis lágrimas de chico tembloroso.
En el cansancio, en la locura, en el aburrimiento, en la incertidumbre también me aferro a las palabras de Primo Levi y Abilio Estévez.
Con ellos, constantes desde las páginas, y con las bromas nuestras masculladas entre copa y copa, y las reflexiones que pretenden, humildemente, cambiar el mundo, saldré del mal paso cada vez. Me levantaré a un nuevo día. Me obligaré a sonreír. A honrar mi suerte.
El final de la galardonada y rarísima serie de HBO Olé - ,ás extraña aun tratándose de una serie norteamericana - dirigida por Mike Nichols, "Ángeles en América" (se consigue en video), alude a las formas terrenales de la divinidad, a una opción por la trascendencia sin frivolidades, aunque con un conveniente tinte de surrealismo.
Yo lo sé, tú lo sabes, cada uno de nosotros necesitará una mano que nos apriete fuerte el día del final. Pediremos amor.
Pediremos comprensión. "No me dejes solo", diremos mientras dirigimos la mirada al vacío.
Ese día, espero, sabremos el nombre del ángel que nos cobija. En el ocaso nadie exige cielo sino humanidad.
Claudio Andrade
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