
(...) Todo vencedor es sospechoso, toda víctima es simpática. No es raro que una institución que acoge a un niño exprese desagrado cuando se sabe que ha nacido de una violación. Los libros sobre los campos de la muerte son a menudo hojeados por lectores que se regodean. También sucede que un adulto disrute con la repugnancia que siente por el niño de la Asistencia Social al cual dedica su tiempo. Con la puesta en escena de la ayuda a un pobre niño, el adulto se da a entender a sí mismo que es generoso y superior, puesto que desempeña el papel de aquel que es bueno con los desgraciados. El niño aprende así a ser amado por su desgracia. Y ¡ay de que deje de serlo!, el adulto perdería su razón de quererlo. La admiración por un niño vencedor es también ambivalente. Un discurso demasiado lógico no es psicológico. Cuando un adulto dice: "Yo admiro a ese niño, es un pequeño vencedor", no confiesa que está pensando: "Lo odio porque le va muy bien en la escuela mientras que a mi propia hija le va mal... y además, ¿qué ha hecho para ser un vendedor? Seguro que ha matado, y no hay duda de que se ha prostituido. Si no, estaría muerto, como los demás".
Un ejemplo típico de ambivalencia hacia los niños resilientes nos lo proporciona el destino de Roseline. Primero se dijo de ella: "era tan bella a los diecisiete años, cuando la deportaron". Luego se admiró su éxito social e intelectual, hasta el día que se dijo además: "Debió ser terrible para ella. Parece que se salvó porque se prostituyó". Así se cumple el esquema clásico. Se ama a las víctimas mientras son miserables porque, al ayudarlas, uno se siente bueno. Pero cuando los mártires se transforman en héroes, cuando acceden al pdoer, se vuelven sospechosos, puesto que es antinatural que una presa se metamorosee en depredador.
Además los sobrevivientes son mensajeros de malas noticias. Nos fatigan con su desgracia. Contar su incesto durante la comida es de muy mal gusto. Contar su deportación, ¿para culpabilizarnos? ¿O hacernos llorar? ¿O reivindicar una pensión suplementaria?
En fin, los sobrevivientes son inmorales cuando la vida les sonríe después de la muerte de sus allegados. En una cultura de la melancolía, la fiesta es siempre sucia. Hay algo vergonzoso en el hecho de ser feliz cuando nuestros padres se están muriendo. Y es eso lo que sucede con los niños resilientes que se niegan a naufragar junto con aquellos a quienes aman.
Boris Cyrulnik, "La maravilla del dolor, el sentido de la resiliencia"
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