¿Cómo pudo hacerlo? Se preguntó dando vueltas en la cama. Su mente trabajaba febrilmente, tratando de comprender la actitud de su mujer. Era irreversible; por imposible que pareciera, había ocurrido. Pero, ¿cómo esperarlo de ella? Tan pura y sincera... sin embargo, había sucedido: su esposa esperaba un hijo y él tenía la certeza de que no era suyo, pues todo el mundo sabe que no se engendran hijos a distancia.
Increíble pero cierto. El marido pensó y repensó la situación sin atreverse a pedir explicaciones, cual si la culpa fuera propia y no de la hembra que lo había engañado.
Se imaginó centro del chismerío y hazmerreír de la población toda. No podía dormir. Hacía tres días que el insomnio lo martirizaba. José era acuciado por desordenadas secuencias que acudían a su mente bajo la forma de vecinos lujuriosos que aprovechados de su ausencia habían ultrajado a la mujer. No podía admitir que ella hubiera participado activa y premeditadamente del adulterio.
Se acomodó nuevamente en el camastro dando la espalda a su desgracia. Entonces se dijo “debo irme” e intentó incorporarse pero algo lo detuvo. Un llamado quizás, y el sueño comenzó a vencerlo de a poco, hasta que los fantasmas del engaño llamaron otra vez insistentemente a su conciencia. Creyó escuchar algunos murmullos, pero era más potente el remordimiento por haberla dejado sola, por haberse prestado (sin saberlo) a un juego egoísta y animal de algún rudo campesino.
Sería el primer hijo. Pero cómo esperarlo con alegría cuando había soñado soñarlo desde la noche de su concepción. ¿Cómo aguardarlo con alegría? Si no sería su heredero, sino la sangre de algún oscuro individuo del poblado.
La noche fue larga, larguísima y José luchaba con el insomnio en una despiadada batalla interior. A su lado, la mujer dormía plácidamente, ignorante (quizás) de los fantasmas que asediaban al hombre.
José se levantó despaciosamente, intentando acallar los ruidos que sus deshilachadas sandalias producían en la estancia. Tomó sus bártulos (que no eran muchos) y un bastón; al salir, un perro flaco se agregó a su camino.
Dentro de la casa, una mujer lloraba la inevitable partida de su amado.
José miró de soslayo al perro que lo acompañaba y pensó con pena en su familia, compuesta por esa mujer que lo había engañado. El pasaje le había valido tres noches de atroz insomnio; vigilia que no había logrado más que acentuar su desesperación y odio, propios de cualquier hombre engañado.
Casi al salir del pueblo, observó con desinterés las últimas luces. Se arrimó a la tienda y adquirió una botella de vino barato.
Simultáneamente, cuando extrajo el corcho con los dientes, se apagó el farol más pequeño, allá lejos y José tendió una manta, con los ojos preguntando a las estrellas.
Algunos historiadores, influenciados por el romanticismo de la escena habrán escrito que las lágrimas escaparon de sus ojos, pero no fue así. José rió y blasfemó, injurió y recordó con ira a los amigos y parientes, mientras el vino chorreaba sobre sus ropas gastadas. Nunca supo el tiempo que permaneció así, ebrio y reflexivo, con la mirada perdida, lejanamente perdida.
El perro se acomodó a su lado y José se le abrazó buscando compañía. Luego se durmió y llegó hasta su oído la dulce voz del hombrecillo, ya cansado de esperar el reposo del insomne.
Cuando José abrió los ojos, el sol estaba alto. Sin desperezarse se incorporó y corrió hasta su hogar. Allí, la mujer lo aguardaba anhelante. El hombre se acercó al camastro, besó a su esposa en la frente y en el vientre. Sin perder más tiempo y mesándose la tupida barba, dijo “Vamos María, debemos viajar a Belén para que allá nazca el niño”.
Roberto Britos, “Borradores definitivos”
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