lunes, 20 de octubre de 2008

La civilización del espectáculo


Bernardo Pérez, enviado especial del diario El País a Nueva York, a propósito sobre la crisis financiera, escribe en su crónica del viernes 19 de setiembre del 2008: “Los tabloides de Nueva York van como locos buscando a un broker que se arroje al vacío desde uno de los imponentes rascacielos que alberga a los grandes bancos de inversión, los ídolos caídos que el huracán financiero va convirtiendo en cenizas”.

Retengamos unos momentos esta imagen en la memoria: una muchedumbre de fotógrafos avizorando las alturas con las cámaras listas para capturar al primer suicida que dé encarnación gráfica, dramática y espectacular a la hecatombe financiera que ha volatilizado millones de dólares y sumido en la ruina a grandes empresas.

No creo que haya una imagen que resuma mejor el título de esta charla. Creo que esa es la mejor manera de definir la civilización de nuestro tiempo, que comparten los países occidentales, los que sin serlo han alcanzado altos niveles de desarrollo en el Asia y muchos otros.

Qué quiero decir con civilización del espectáculo: la de un mundo en el que el primer lugar en la tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento, donde paliar el aburrimiento es la pasión universal. Este ideal de vida es perfectamente legítimo. Sólo un puritano fanático podría reprochar a los miembros de una sociedad que quieran tener solaz, esparcimiento, humor y diversión a unas vidas encuadradas en general en rutinas deprimentes.

Pero convertir esa natural propensión a pasarlo bien en un valor supremo tiene como consecuencia la banalización de la cultura.

¿Qué ha hecho que el Occidente haya ido deslizándose hacia la civilización del espectáculo? Al desgaste de largos años de privaciones de la Segunda Guerra Mundial le siguió en las sociedades democráticas de Europa y América del Norte un período donde las clases medias crecieron como la espuma, se intensificó la movilidad social y se produjo al mismo tiempo una notable apertura de los parámetros morales, empezando por la vida sexual , tradicionalmente frenada por las iglesias.

Este bienestar, la libertad de costumbres y el espacio creciente ocupado por el ocio en el mundo desarrollado constituyó un estímulo notable para que proliferaran como nunca antes las industrias del entretenimiento . De este modo, sistemático y a la vez insensible, no aburrirse, evitar lo que perturba, preocupa y angustia, pasó a ser para sectores sociales cada vez más amplios de la cúspide y base de la pirámide social un mandato generacional, eso que Ortega y Gasset llamaba el espíritu sabroso, regalón y frívolo al que todos, sabiéndolo o no, rendimos pleitesía.

Otro factor no menos importante para la forja de la civilización del espectáculo ha sido la democratización de la cultura. Se trata de un fenómeno altamente positivo que nació de una voluntad altruista: que la cultura no podía seguir siendo el patrimonio de unos pocos. Una sociedad democrática y liberal tenía la obligación de poner la cultura al alcance de todos mediante la educación, pero también la promoción de las artes, las letras y todas las manifestaciones culturales.

Esta loable filosofía ha tenido en muchos casos el indeseable efecto de la trivialización de la vida cultural, donde ciertos contenidos de los productos culturales se justificaban en razón del propósito cínico: la cantidad a expensas de la calidad. Este criterio, proclive a demagogias en el dominio político, en el ámbito cultural ha causado reverberaciones imprevistas, entre ellas la desaparición de la alta cultura, obligatoriamente minoritaria por la complejidad y a veces hermetismo de sus claves y códigos, y la masificación de la idea misma de cultura. Esta ha pasado ahora a tener casi exclusivamente la acepción que adopta en el discurso antropológico, es decir todas las manifestaciones de la vida de una comunidad de acuerdo a sus creencias, usos y costumbres, su indumentaria y sus técnicas. En suma, todo lo que en ella se practica, evita y respeta.

La idea de la cultura torna ser una amalgama semejante, es poco menos inevitable que ella pueda llegar a ser entendida, apenas, como una manera divertida de pasar el rato. Desde luego que la cultura es también eso, pero si termina por ser sólo eso, se desnaturaliza y se deprecia. Todo lo que forma parte de ella se iguala, uniformiza. Así, la filosofía de Kant, un concierto de los Rolling Stones y una función del Circo del Soleil es igual.

No es por eso extraño que la literatura más representativa de nuestra época sea la literatura light, ligera, fácil, una literatura que sin el menor rubor se propone ante todo y sobre todo divertir. Atención, no condeno a los autores de esa literatura entretenida, pues hay entre ellos, pese a la levedad de sus textos, verdaderos talentos como, para citar sólo a los mejores, Julian Barthes, Milan Kundera, Paul Auster, Koauruki. Si en nuestra época no se emprenden aventuras literarias tan osadas como las de Joyce, Thomas Mann, Faulkner, Proust, no es solamente en razón de los escritores. Es también porque la cultura en que vivimos no propicia, más bien desanima, esos esfuerzos denodados que culminan en obras que exigen del lector una concentración intelectual. Hoy se requieren libros fácilmente asimilables, que entretengan.

Tampoco es casual que la crítica haya poco menos que desaparecido en nuestros medios de hoy y que se haya refugiado en esos conventos de clausura que son las facultades de humanidades y en especial los departamentos de filología.

La crítica en épocas de nuestros abuelos y bisabuelos desempeñaba un papel central en el mundo de la cultura, porque asesoraba a los ciudadanos en la difícil tarea de juzgar lo que oían, veían y querían. Hoy es una especie en extinción a la que nadie hace caso, salvo cuando se convierte también en diversión y en espectáculo. En la civilización del espectáculo el cómico es el rey.

La literatura light, como el cine light y el arte light, da la impresión cómoda al lector y al espectador de ser culto, revolucionario, moderno y de estar a la vanguardia con el mínimo esfuerzo. Esa cultura que se pretende avanzada, en verdad propaga el conformismo.

Las estrellas de la televisión ejercen una influencia sobre las costumbres. El vacío dejado por la desaparición de la crítica ha permitido que insensiblemente lo haya llenado la publicidad, constituyéndose en nuestros días no sólo en parte constitutiva de la vida cultural, sino en su factor determinante. La publicidad ejerce una influencia decisiva en los gustos, la sensibilidad, la imaginación y las costumbres. De este modo la función que antes tenían en este campo los sistemas filosóficos, las creencias religiosas, las psicologías y doctrinas, y aquellos mentores que en Francia se conocían como los mandarines de una época, hoy la cumplen los anónimos creativos de publicidad.

Es de cierta forma obligatorio que así ocurriera, a partir del momento en que la obra literaria y artística pasó a ser considerada un producto comercial que juega su supervivencia o extinción en los vaivenes del mercado.

Cuando una cultura ha relegado al desván de las cosas pasadas de moda el ejercicio de pensar y sustituido las ideas por las imágenes, los libros son rechazados por las técnicas publicitarias.
Hay una exaltación de la música. Los cantantes de moda congregan multitudes y desbordan todos los escenarios en conciertos que son como fiestas paganas. He forzado comparar estas celebraciones con las grandes festividades populares de índole religiosa de antaño. En el sesgo generacional de esta época, han reemplazado a la liturgia y los catecismos, voces e instrumentos enardecidos donde el individuo se desmasa en la inconciencia.

Este es el modo contemporáneo, mucho más divertido por cierto, de alcanzar aquel éxtasis. En el concierto multitudinario los jóvenes de hoy se redimen, se realizan y gozan de esa manera intensa y elemental.

Quizá por eso, así como antaño los políticos en campaña querían fotografiarse y aparecer del brazo de eminentes científicos y grandes dramaturgos, ahora estos han reemplazado a los intelectuales como directores de conciencia política, y ellos encabezan los manifiestos, salen a la televisión a predicar sobre lo que es bueno y es malo.

La presencia de actores y cantantes no sólo es importante en esa periferia de la vida política que es la opinión pública. Algunos de ellos han participado de elecciones. Ronald Reagan y Arnold Schwarzeneger llegaron a tener cargos tan importantes como la presidencia de los Estados Unidos y la gobernación de California.

No excluyo la posibilidad de que actores de cine y cantantes de rock o de rap puedan hacer estimables sugerencias en el campo de las ideas, pero el protagonismo político que gozan es exagerado.

El intelectual asiste al eclipse de un personaje que desde hace siglos y hasta hace relativamente pocos años había jugado un papel importante en la vida de las naciones. La denominación de intelectual sólo nace durante el caso Dreyfus en Francia y las polémicas que desató Emile Zola con su célebre “Yo acuso”, escrito en defensa de un judío falsamente acusado de traición a la patria por una conjura.

Aunque el término intelectual sólo se popularizara a partir de entonces, la participación de este pensamiento y creación pública en los debates políticos de ideas se remonta a los albores mismos de Occidente.

En nuestros días el intelectual se ha esfumado de los debates públicos. Es verdad que todavía firman manifiestos, envían cartas a los diarios y se ensalzan en polémicas. Pero nada de ello tiene seria repercusión en la sociedad, cuyos asuntos económicos, institucionales, e incluso culturales, se deciden por los poderes fácticos, desde los cuales los intelectuales sólo brillan por su ausencia.

La mayoría de los intelectuales han optado por la discreción, concentrados en su disciplina o quehacer particular, dan la espalda a lo que hace medio siglo era la misión del escritor o el pensador. Es verdad que hay algunas excepciones, pero entre ellos las que suelen contar, porque son las que llegan a los medios, son encaradas más por la autopromoción, en la cual sólo interesa si sigue el juego de moda y se vuelve un bufón, con el empequeñecimiento del intelectual de nuestro tiempo.

La razón que debe considerarse es el descrédito de varias generaciones de intelectuales que cayeron por sus simpatías con los autoritarismos (nazi, soviético y maoísta) frente a horrores como el Holocausto y el Gula y las carnicerías de la Revolución Cultural.

Es desconcertante y abrumador que tantos casos de quienes parecían las mentes privilegiadas de su tiempo hicieran causa común con regímenes que cometían horrendos atropellos contra los derechos humanos. Es una de las razones para la pérdida total del interés de la sociedad en su conjunto por los intelectuales.

Hoy reina la primacía de las imágenes sobre las ideas. Los medios audiovisuales, el cine, la televisión y ahora internet, han ido dejando rezagados a los libros. Esa marginación tal vez tenga un efecto depurador que aniquile toda la literatura del best seller, injustamente llamada basura, no sólo por la superficialidad de sus historias sino por su carácter efímero, hecho para ser arte de entretenimiento dedicado al gran público. Este fenómeno tuvo al mismo tiempo en su seno grandes talentos que, pese a las difíciles condiciones, hicieron trabajar a los cineastas y a las grandes productoras y fueron capaces de producir obras de gran riqueza, profundidad y originalidad.

Frente a la inflexible presión que privilegia el ingenio por sobre la inteligencia, las imágenes sobre las ideas, el humor sobre la gravedad, la banalidad sobre lo profundo, Woody Allen es a creadores como Ingmar Bergman y o Lucino Visconti o cualquier otro ícono del cine de nuestros días, lo que un David Lean es a Orson Wells, o lo que Andy Guorjon a Gogan o a Van Gogh en pintura o un Darío Foo a un Thomas Mann.

Esto se debe a una cultura que propicia el menor esfuerzo. No preocuparse ni angustiarse ni en última instancia pensar. Imagina abandonarse en actitud pasiva.

En cuanto a las artes plásticas, ellas se adelantaron a todas las otras expresiones de la vida cultural en sentar las bases de la cultura del espectáculo, estableciendo que el arte podía ser juego y diversión, y nada más. Revolucionó los patrones artísticos del Occidente estableciendo que un excusado era también una obra de arte si así lo decidía el artista. Todo fue posible en el ámbito de la pintura y escultura, hasta que un millonario pague 12 millones y medio de euros por un tiburón preservado en formol en un recipiente de vidrio.

Davis Hirst sea hoy reverenciado no como el extraordinario vendedor de embaucos que es, sino como uno de los grandes artistas de nuestro tiempo. Tal vez lo sea, pero eso no habla bien de él, sino mjuy mal de nuestro tiempo. Un tiempo donde el juego y la bravata, el gesto provocador y despojado de sentido pasan a veces por la complicidad de las mafias que controlan el mercado del arte y los críticos cómplices o papanatas a coronar falsas obras y otorgar el estatuto de artista a ilusionistas.

En nuestros días en que lo que se espera de nuestros artistas no es el talento ni la destreza sino la bravata y el desplante, sus advenimientos no son más que las máscaras de un arte revolucionario que se ha vuelto moda, pasatiempo, juego, un ácido sutil que desnaturaliza. En las artes plásticas la frivolización ha llegado a extremos aberrantes. La desaparición de mínimos consensos sobre los valores estéticos hacen que en ese ámbito reina la confusión y reinará por mucho tiempo, pues ya no es posible discernir con una cierta seguridad que es tener talento o carecer de él, que es bello y que es feo, que obra representa algo nuevo y durable y cual no es mas que un fuego fatuo. Esa confusión ha convertido el mundo de las artes plásticas en un carnaval donde genuinos creadores y vivillos y embusteros andan revueltos y es a menudo muy difícil diferenciarlos.

En la civilización del espectáculo, la política ha experimentado una banalización acaso más probada que en la literatura, el cine y las artes. Lo que significa que en ella la publicidad y los eslóganes , lugares comunes, frivolidades y tics, ocupan casi enteramente el quehacer que antes estaba reservado a razones, programas, ideas.

Un político de nuestros días si quiere conservar su popularidad está obligado a dar una atención primordial al gesto. Nada hay que importe más que el color de sus canas, las arrugas , así como el atuendo valen tanto como explicar lo que el político se propone hacer.

La entrada de la modelo y cantante Carla Bruni al Palacio del Eliseo como madame Sarkozy y el fuego de artificio mediático que trajo consigo y que aún no cesa muestra como ni siquiera Francia, el país que se preciaba de mantener viva la vieja tradición de la política como quehacer intelectual, de cotejo de doctrinas e ideas ha podido resistir y ha sucumbido también a la afrenta.

El diccionario llama frívolo a lo ligero, veleidoso e insustancial. Pero en nuestra época ha dado a esa manera de ser una connotación más concreta. La frivolidad consiste en tener una tabla de valores invertida o desequilibrada, en la que la forma importa más que el contenido, la urgencia más que la esencia.

En una novela que yo admiro, una señora da una bofetada a su hijo, para que llore por la partida de su padre a Jerusalén. Todos los lectores nos reímos divertidos con ese disparate. Como si las lágrimas que le arranque esa bofetada a esa pobre criatura pudieran ser confundidas con el sentimiento de tristeza. Pero ni esa dama ni los personajes que contemplan aquella escena se ríen. Es la pura forma. No hay otra manera en ese mundo de estar triste que llorando, derramando vivas sales. Es la forma la que cuenta. Eso es la frivolidad. Una manera de entender el mundo, la vida., según la cual todo es apariencia.

La revolución zapatista del subcomandante Marcos en Chiapas, una revolución que Carlos Fuentes llamó la primera revolución postmoderna, apelativo sólo aceptable en su acepción de mera representación sin contenido. Octavio Paz señaló con exactitud el carácter efímero sin pudores de los políticos contemporáneos. Los espectadores no tienen memoria, por eso tampoco tienen remordimiento. Viven prendidos a la novedad, no importa cual sea con tal de que sea nueva. Olvidan pronto y pasan sin pestañear de unas escenas a otras de esta positiva emancipación sexual ha sido también la banalización del acto sexual que para muchos, sobre todo en las nuevas generaciones, se ha convertido en un quehacer compartido que le da más importancia al sexo puramente instintivo y animal, el sexo sin amor. Tal vez sea sano en materia de equilibrio psicológico y emocional. Quizás responda a una necesidad biológica, pero no enriquece la vida del entrevero carnal. En vez de liberar al hombre y a la mujer de la soledad, pasado el acto perentorio y fugaz del amor físico se vuelve a ella con una inevitable sensación de frustración. Es la frivolización del sexo.

Debería llevarnos a reflexionar el hecho de que en una época como la nuestra no hayan disminuidos los crímenes sexuales.

El sexo en nuestra época ha experimentado transformaciones notables, gracias a una liberación de los antiguos prejuicios que mantenían a la vida sexual dentro de un sofocante cepo. En este campo en el mundo occidental ha habido un progreso extraordinario.

Cómo ha influido el periodismo en la civilización del espectáculo. De entrada, digamos que la frontera que tradicionalmente separaba al periodismo serio del escandaloso ha ido llenándose de agujeros, llegando en algunos casos a evaporarse. Es una de las consecuencias de convertir al entretenimiento en el valor dominante va produciendo también un trastorno en la información.

Las noticias pasan a ser importantes o secundarias, sobre todo y a veces exclusivamente, no tanto por su significación económica, política, cultural o social, como por su carácter novedoso. Vaya desafío el del periodismo de nuestros días si quiere enfrentarse al mandato cultural imperante que busca entretener y evitar la gravedad. Esta sutil dispersión de sus objetivos tradicionales la convierten también en una prensa light, ligera, amena.

Los casos más notables de conquista de grandes públicos por órganos de prensa no son por parte de las publicaciones serias, las que buscan el rigor, la verdad y la objetividad en la descripción de la actualidad, sino las llamadas revistas del corazón, las únicas que desmienten con sus ediciones millonarias el axioma según el cual en nuestra época el periodismo de papel se está achicando. Esto sólo vale para la prensa que todavía trata, remando contra la corriente, de informar antes que entretener y divertir al lector.

Fenómenos como el de “Hola”, esa revista que ahora no sólo se publica en español sino en cuatro o cinco idiomas, es ávidamente leída, acaso sería más exacto decir hojeada, por millones de lectores en el mundo entero, los de los países más cultos del planeta entre ellos, como Francia e Inglaterra.

Está demostrado que la pasan muy bien con las noticias sobre cómo se casan, descasan, visten, desvisten, se pelean, se avistan y dispensan sus millones, sus caprichos y sus gustos, malgustos, los ricos , triunfadores y famosos de este valle de lágrimas.

Vivía en Londres cuando apareció la versión inglesa de “Hola”: “Hello”. He visto con mis propios ojos la vertiginosa rapidez con que aquella criatura periodística española conquistó a la tierra de Shakespeare. Por eso no es exagerado decir que “Hola” y congéneres son los productos periodísticos más genuinos de la civilización del espectáculo.

Y conferirles que atraigan lo que antes se refugiaba en un periodismo marginal, de escándalo, de infidencia, de chisme, de violación de la privacidad, cuando no de los peores casos en aras de entretener y divertir. En estas ocupan un lugar epónimo la revelación de la intimidad de una figura pública y conocida.

Este es un deporte que el periodismo de nuestros días practica sin escrúpulos amparado en el derecho a la libertad de información. Y aunque existen leyes al respecto, y algunas veces, raras veces, hay procesos y sentencias jurídicas, se trata de una rara costumbre cada vez más generalizada que ha conseguido de hecho que en nuestra época la privacidad desaparezca de cualquiera que escena pública. Revistas y programas de información están obligados a tener en cuenta en respuesta a una exigencia de su público. Los órganos de prensa ayudan así a consolidar esa civilización light.

En un artículo reciente en “El País”, “No hay piedad para Ingrid ni Clara”, Tomás Eloy Martínez se indignaba con el acoso a que han sometido los periodistas practicantes del amarillismo a Ingrid Betancourt y Clara Rojas al ser liberadas luego de seis años en la selva colombiana secuestradas por las Farc con preguntas tan crueles y estúpidas como si las habían violado, si habían visto violar a otras cautivas o, esto a Clara Rojas, si había tratado de ahogar en un río al hijo que tuvo con un guerrillero, esforzándose por convertir a las víctimas en piezas de un espectáculo que se presenta como información necesaria, pero cuya única función es la curiosidad perversa. Esta es justa, desde luego. Su error es suponer que la curiosidad puede llegar al escándalo. Esa curiosidad carcome a esas vastas mayorías.

Esa vocación maledicente, escabrosa y frívola, en tono cultural de nuestro tiempo que la prensa toda, en grados distintos y formas diversas, está obligada a tender tanto la llamada de calidad como la descarada.

Otra materia que entretiene mucho a la gente es la catástrofe. Desde los terremotos y maremotos hasta los crímenes en serie, pueden evitar que en sus páginas se vaya saciando ese apetito de entretenimiento.

Desde luego que toda generalización es falaz, y que no se puede meter en el mismo saco a todos por igual. Por supuesto que hay diferencias, y que algunos órganos de prensa tratan de resistir la presión del medio en el que operan sin renunciar a los viejos paradigmas de seriedad, objetividad, rigor y fidelidad a la verdad, aunque ello sea aburrido.

Pero la crisis de verdad es que ningún diario, revista y programa informativo de hoy puede mantener un público fiel sin adhesión absoluta a los rasgos distintivos predominantes de la sociedad del espectáculo.

Los grandes órganos de prensa no son meras veletas que deciden su línea editorial, su conducta moral, sus creaciones informativas. Su misión también es orientar, asesorar, educar, dilucidar lo que es cierto o falso, justo o injusto, bello y execrable en el vertiginoso vórtice de la actualidad. Para que esta función sea posible es preciso un órgano de prensa que no comulgue en el altar del espectáculo, y hoy corre el riesgo de perderlo todo.

Mi conclusión es pesimista. No está en poder del periodismo por sí sólo cambiar la civilización del espectáculo. La realidad enraizada en nuestro tiempo, la falta de nacimiento de las nuevas generaciones, una manera de ser, de vivir. Los afortunados ciudadanos de estos países que ansían la libertad, las ideas, los valores, los libros, el arte y la literatura de Occidente. Que el derecho de contemplar con cinismo y desdén a todo lo que aburra nos devuelvan el optimismo.

Mario Vargas Llosa, discurso dado en la Asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa

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