jueves, 17 de julio de 2008

Tren

“Si este asiento de enfrente fuese el de al lado...”, pensaba en mi ubicación el primer verso del poema cuando ella se sentó frente a mí. No había advertido su presencia hasta que llegó a su lugar, pero había bastado para impresionarme vivamente.
Era joven y bonita, su cabello rubio caía apenas sobre los hombros delicados. Supuse que no tendría más de veintidós o veintitrés años y un hermoso cuerpo disimulado en el amplio tapado que la cubría hasta la rodillas.
El libro que sostenía entre mis manos se convirtió entonces en un calmante nervioso. Algo en sus ojos, una fugaz mirada, me había insinuado que era la mujer que yo siempre ansié.
Quizás se llamaba Vilma o Selene o María, pero el nombre no era demasiado importante.
“Si este asiento de enfrente fuese el de al lado...” y nuevamente debía dejar el poema; es difícil concentrarse en algo inmediato cuando se mira más allá, aunque esta inmediatez que es el poema, encierre a ese más allá que hoy adopta la forma de una mujer.
La imponente figura del tren cruzó rauda la medianoche. Dentro suyo, algunos pasajeros llenos de cansancio y esperanzas, se dirigían a sus hogares tras la agotadora jornada. Era viernes y eso hacía distinto el viaje.
Los viernes la gente regresa con un cansancio anhelante de sábado y domingo sin nubes arruinadoras o problemas caseros de poca importancia. Algunos se permitían soñar un fin de semana distinto, quizás con una mujer que no fuera la propia o con amigos que quedaron en un rincón de la infancia o en una laguna aledaña que ofrece peces de tamaño regular, aunque haya que pasarse la noche entera esperando el pique.
Todos sueñan, de alguna manera todos están en una dimensión que no es la inmediatamente real, porque los viajeros de tren (cuando se convierten en viajeros, después de mucho andar) ven pasar las estaciones sin observar el paisaje ni la pintura de los carteles ni las luces de neón que iluminan cada estación. El pasajero es solamente eso y no se afinca apreciativa ni mentalmente a ningún sitio, a menos que se haya escapado de algún cuento de Abelardo Castillo o Jacques Verrier, pero eso es fantasía... Era viernes y eso lo hacía distinto...
“Si este asiento de enfrente/ fuese el de al lado/ y tu desconocida mirada/ me conociera...” y no pude avanzar más. Nuevamente sentí sus ojos en mi cabeza inclinada, intentando concentrarme en el poema; pero era sumamente arduo, máxime con esa mirada celeste y llena de expresión vagando por mis fronteras.
Imaginé muchas cosas, por ejemplo invitarla a tomar un café y charlar de cualquier tema. Me veía caminando con ella por algún parque desconocido y solitario. Luego tomaba su mano y la acompañaba hasta la casa, que era grande y misteriosa, de esas que albergan una familia adinerada, donde la única hija es víctima de la incomprensión y el descariño de sus mayores.
A los pocos días volvía a verla. Nuestros encuentros se frecuentaron hasta que la pareja estuvo perfectamente constituida en el plano sentimental.
Liliana (¿era su nombre?) se tornaba más encantadora cada día. Sus ojos estaban fijos en la ventanilla, tal vez en alguna lejana imaginería, quizás la misma que yo. Estaba sola, frente a mí, pero no me atrevía a hablarle.
Nuestras tardes eran desparramadas en lugares verdes donde la naturaleza nos mantenía unidos, como si fuéramos los amantes más novatos de la Tierra.
Sus ojos continuaban en la distancia mientras yo contemplaba con el libro entre las manos, con mis dedos acariciando vaya saber qué estrofa de “Tren”, de Fernando Copello...
Éramos felices y desprejuiciados. Ella evitaba hablarme de su familia y sospeché no haberme equivocado respecto de las relaciones que mantendrían en la sofocante casona; preferí no ahondar más en el tema y vivir nuestros encuentros más profundamente.
La miraba sentada frente a mí y de pronto su cuerpo desnudo se tendía lánguidamente sobre la impecable sábana de una pensión de los suburbios. Era realmente hermosa. Esos pechos..., la dulzura de sus pechos y su fragancia me rozaban todos los sentidos cuando me abrazaba sensualmente y decía que me amaba. Yo también, le dije apartando los ojos de la ventanilla. Me miró asombrada sin decir palabra. Se levantó del asiento y la llamé:
- Liliana- le dije incorporándome apresuradamente. Ella bajó del tren e intenté seguirla. Sin embargo, la puerta se cerraba ante mis narices en el instante en que el transporte echaba a andar nuevamente. La mujer me miró desde el andén (aún no sé si atribuir a la desesperanza o a la incomprensión, su mirada) y yo arrojé el libro por la única ventana que encontré abierta.
Nunca supe si ella lo recogió. He tratado de buscarla inútilmente cada noche, viajando a distintas horas y en diferentes coches, pero nada, Liliana no ha regresado.
Sin embargo, intuyo que ella está en alguna oscura y desolada habitación, descubriendo en el volumen de Malraux aquel, mi primero y único poema que decía más o menos:

“Si este asiento de enfrente
fuese el de al lado
y tu desconocida mirada
me conociera,
si pudiera decirte
que te quiero y
te he visto sólo hoy,
hace un momento.
Si este tren
que conozco
y que transito cotidianamente
fuese otro,
si en mi país
yo fuera un extranjero
al que nada dicen
los carteles de las estaciones,
dejaría mi lugar,
oscuro,
ignorado
lugar
para sentarme a tu lado,
para existir
y ser
más allá de la claridad de las palabras
en tu asiento de al lado
y en tu cuerpo.”

(Fernando Copello)

Roberto Britos, "Borradores definitivos"

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